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Diego Igeño

¿Esta versión de rodillas y caderas biónicas que hoy conocemos del Emérito es la misma que existió antaño? ¿Reconocemos en el “exilio-fugado” a aquel a quien algunos le reconocen el mérito de ser el hacedor de la democracia en España? Me temo que la respuesta a ambas cuestiones es no. El paso del tiempo aniquiló al Juan Carlos ilusionante de los primeros momentos de la democracia, para convertirlo, cual esperpento, en una visión deformada de sí mismo: “juancarlenstein”. O, ¿quizás esta nueva es la versión auténtica y aquella de los años de la Transición fue la impostora, la que se camufló en la apariencia de un buen monarca? No sé, estoy confundido.

Cuando apenas poco o nada se tiene, resulta difícil comprender que la avaricia desmedida guíe los pasos de los que lo poseen todo hasta el punto de dilapidar su prestigio y honor por “un quíteme allá esos euros”. Está claro que en su elección han optado por los barcos y no por la honra ¿Qué falta le hacía a Su extinta Majestad aceptar presuntas comisiones ilegítimas y amistades peligrosas si con el estipendio de su soldada alcanzaba holgadamente el final de mes? Este tipo de casos no hacen sino confirmarme en algo que ya considero una verdad indubitable: lo poco ejemplar que son las vidas y andanzas de quienes nos dirigen. Ejemplos no nos faltan: ahí están los Pujoles –así, en plural-, los Rato y toda la caterva cuya relación haría esta reflexión interminable. Todos ellos están impregnados de los peores valores de la sociedad consumo-capitalista actual. Si algunos de aquellos filósofos que predicaban que el gobierno de las naciones debería estar en manos de la aristocracia –en sentido literal, los mejores-, creo que se mesarían las barbas.

No me metería en los afanes amatorios de Juancarlenstein –no vamos a caer en el puritanismo yanqui-, si no fuera porque han afectado a las arcas públicas-. Aquí parece que la herencia cromosómica ha sido un lastre decisivo contra el que no ha podido ni querido luchar el Emérito, un detonante para un sinfín de aventuras extraconyugales que le han llevado a borbonear conspicuamente. En este aspecto poco difiere la versión Juan Carlos de la versión Juancarlenstein, porque sus artes amatorias son conocidas desde hace mucho tiempo, aunque la prensa, entonces aleccionada y sumisa, no los aireaba por mor de la estabilidad patria.

Lo que no es de recibo es que ante tanta presunción, la Justicia, más ciega que nunca, mire hacia otro lado. Tampoco lo es que juancarlenstein siga manteniendo privilegios como los de la inviolabilidad –que sólo, y ya es mucho, debería de concernir al Jefe del Estado-. Respecto a su postrero comportamiento –tomar las de Villadiego- no hace sino ratificarme en mi opinión de la podredumbre de las élites. En la educación pequeño-burguesa que nos han inculcado desde chicos, se nos ha enseñado que es una virtud arrostrar las consecuencias de tus actos. Se ve que juancarlenstein fue a una escuela donde le inculcaron otros principios –se me viene ahora a la cabeza el famoso dicho de Marx, Groucho, no se alarmen, pero eso nos llevaría por los Cerros de Úbeda-.

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