Diego Igeño
No siempre uno es maceado con tal contundencia en las mismas fechas. La amistad es un tesoro incomensurable y raro que pocas veces se cruza en nuestro camino. Yo he sido afortunado. Esa rama del destino me ha tocado en algunas ocasiones, aunque, a veces, como ha sucedido ahora, como pasó hace tres años, se quiebre demasiado pronto. Una amistad se trenza con no pocos ingredientes: una pizca de confidencias, una buena dosis de momentos compartidos, unos gramos de abrazos y achuchones, unas gotas de comprensión y unas briznas de amor fraternal. Con todo ello y una cocción larga, en este caso de más de cuarenta años, surge el guiso de la amistad eterna, aquella que te fortalece, que te hace mejor persona, que te completa cuando te ves reflejado en la mirada del otro. Hay quien se empeña en destruir ese tesoro. A veces, la maledicencia y envidia de la gente, otras los malentendidos; otras, como en esta ocasión, es la Parca que despiadada cercena uno de los dos pilares que la sostienen. Vano empeño. Nada ni nadie puede destruir lo que es indestructible, ni horadar lo que se fraguó con el cemento del corazón; nadie ni nada podrá acabar con lo que no tiene fin. Ahora, amigo Agustín, has querido engañarme con una finta a la vida; has pretendido decirme adiós y que yo permaneciera impávido. No ha colado. Aunque te hayas ido, tú estás arraigado en cada una de mis células. Ahí permanecerás siempre y te harás visible en mis suspiros, en mis vivencias, en mis afanes y desvelos hasta que el destino nos premie con el reencuentro.
Por eso, esto que hoy escribo no será jamás un adiós, ni tan siquiera un hasta pronto, porque continúas aquí en todas ellas, en nosotros, en quienes tuvimos la inmensa suerte de enlazarnos a ti, en formar parte de tu vida, una vida que adornabas con la mayor de las virtudes: la bondad en su grado máximo, un bien que, desgraciadamente, ahora es muy escaso. Por eso, voy a seguir abrazándote, contándote cada día todas las cosas que con la complicidad de hermanos compartíamos, hablando de lo que tanto nos gustaba, te daré a leer todos mis escritos –incluido este- porque te entretenían en lo peor de tu enfermedad. Y te diré una sola palabra que resume todo lo que significas en mi vida: gracias, sin ti nada hubiera sido igual.
El vacío que has dejado resulta imposible de llenar, aunque el recuerdo de tus palabras y gestos, tu presencia en todos los que te quisimos te transporten enorme hacia la inmortalidad.