Diego Igeño
Es una pequeña palabra con solo tres letras, una simple y escueta preposición: “sin”. Y, no obstante, está alcanzando un protagonismo cada vez mayor en mi vida; se está colando a la chita callando, sin pedirle permiso a nadie, y con el agravante de que ya no hay marcha atrás. Ahora me tomo el café sin cafeína y sin azúcar, las cervezas -¡oh Santa Mahou de Todas mis Devociones!- sin alcohol, y el yogurt sin calorías y sin grasas. Soporto los móviles sin cobertura y la casa sin conexión a internet gracias a la venalidad, incompetencia y despersonalización de Movistar. Me subleva la gente sin educación y sin civismo y los políticos sin ética. Y en un futuro próximo, intuyo, la cosa irá a peor: tendré que saborear las comidas sin sal y sin picantes y soportaré los sábados sin sexo -¿he dicho futuro?-, y los cumpleaños sin velitas porque no habrá pulmones para apagar tantas. Pero, ¡oh paradojas del destino!, este maldito sin se ha hecho protagonista igualmente de aquello que he perdido. Ya casi no imagino una vida sin dolor debido a los innumerables achaques –ya no goteras- que me afligen, antesala de una vejez que me muestra su rostro; ni tampoco concibo una búsqueda en mi memoria sin lapsus que me lleven a no recuperar de mi disco duro –antes llamado cerebro- aquello que antes recordaba con suma facilidad, ni a dejarme abierta la bragueta por sistema porque ya no me acuerdo de volver a subirla. No quiero, pese a que todo el mundo hable de sus excelencias, tener que leer un libro digital, sin la delicia de tocar sus maravillosas hojas de papel.
Por eso, por tantas cosas, aún me rebelo contra la tiranía del sin. No aguanto tener que hacer frente a un día sin inquietudes o una mente sin ilusiones. Me niego a aceptar una existencia sin proyectos o sin retos. Tampoco una caricia o un beso sin cariño, de esos que cotidianamente se reciben cuando hay excesiva prisa para todo y no se tiene tiempo para asumir que quien tienes al lado es un regalo que no durará para siempre. No quiero una existencia sin momentos para reír, para llorar y emocionarme, ni una primavera sin verano o una nube sin formas que me hagan soñar.
No tengo en mientes concebir un sábado sin sexo -¡ah!, ¿eso ya lo he dicho?, disculpen la reiteración-. No deseo asomarme al balcón de un mundo sin humanidad ni al patético espectáculo de un planeta sin árboles, sin animales, sin naturaleza en suma, que con tanto esfuerzo estamos empeñados en legar a las próximas generaciones. En definitiva, no me da la gana tener que aceptar un futuro sin futuro. Y lamentablemente ese es el camino que parece que hemos decidido tomar.