Diego Igeño

Últimamente sufrimos el bombardeo diario de la subida del precio del megavatio hora por parte de las infames -y me quedo cortísimo- compañías eléctricas. Me recuerda la misma histeria que vivimos hace unos años con aquello que se llamaba -y seguirá llamándose, supongo- la prima de riesgo. Entre medias, nos han colado el índice de incidencia acumulada de la covid, las espeluznantes tasas de desempleo, las ficticias estadísticas de Tezanos y tantos y tantos números que han convertido nuestras vidas en un capítulo interminable de Mis terrores favoritos, la mítica serie creada por Narciso Ibáñez Serrador. Entonces cae uno en la cuenta del protagonismo que en todos nosotros tienen esas malditas cifras de origen arábigo. Desde nuestra infancia, los números nos complican la existencia. Las matemáticas se convierten para muchos en una verdadera pesadilla de la que cuesta despertarse. En mi caso, aún recuerdo como un capítulo inolvidable de mi biografía cuando me dieron la noticia de que había aprobado las de segundo de BUP y podía decirles bye bye para siempre porque ya estaba a punto de convertirme en lo que tanto y tanto deseaba: un hombre de letras puras. O eso pensaba porque después he pasado infinitas horas haciendo números, en demasiados casos enteros con signo negativo antepuesto (lo que en términos contables se llaman números rojos, vaya): para llegar a final de mes, para tramitar subvenciones, para poder comprar algunos bienes cuyo precio se disparaba (vivienda, automóvil…), para hacer frente a los gastos escolares pese a que la enseñanza es gratuita en este país, para pagar impuestos y así un largo suma y sigue. Adiciones, divisiones, reglas de tres se fueron convirtiendo de este modo en compañeros de viaje permanentes. Suerte que aparecieron las calculadoras para facilitarme las operaciones.
En este escalón vital en que me hallo, los números siguen presentes y, casi siempre, jodiéndome. Además del martirio que suponen los ejemplos anteriores, ahora toca convertir en guarismos la tensión, el colesterol, las pulsaciones, las veces que uno orina al día (la salud se ha convertido en estos días en una referencia obligada). Sigo haciendo encajes de bolillo, incluso con ecuaciones de tercer grado, integrales y derivadas para tratar de llegar a final de mes porque por más que me esfuerzo no me salen las cuentas. Resto continuamente los días para verme jubilado (¿jorobado como diría el inolvidable Pepe Isbert?), aunque también hago operaciones aritméticas con variables cada día diferentes para adivinar qué pensión me quedará en el futuro. Y cuando tengo los días cruzados, demasiados en las últimas fechas, hago los números de la cuenta atrás y entonces es cuando atisbo las únicas letras que justifican el título de este artículo, las que quedarán de mí cuando me haya ido: DEP o si tiramos de latín RIP. He dicho.

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