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Diego Igeño.
Uno de los episodios que más se repiten, que más se han contado en la casa, se remonta a cuando tú todavía no habías nacido. La historia de amor que tus padres, Manolito “El Sentao” y Concepción Muñoz, la hija de la matrona, habían ido tejiendo estaba a punto de culminar tras un noviazgo convencional, de los de entonces. Todo estaba preparado para pasar por el altar. Ella radiante, feliz, con su traje oscuro, espera delante de la iglesia la llegada del novio, ansiosa de que llegue el momento de dar arrobada el “sí quiero”. Está acompañada de familiares y amigos, todos engalanados para la ocasión; de los padrinos, tu chache Juan y su mujer Natalia; y de don Francisco Ruiz Gil, el párroco pontanés medio-pariente de tu abuela. El novio, tu padre…, bueno no sabemos qué pasaba por su cabeza. Era un joven formal, serio, tímido, callado, buena persona. La relación hasta entonces se había vivido “como Dios manda”. Pero ocurrió lo imprevisible. Lo dejó bien narrado, con su habitual gracejo, Enriqueta Gordejuela: “Ya está la mesa puesta y el cura en casa. Y ahora dice “El Sentao” que no se casa”. No quiero ni imaginarme la escena: los invitados en la puerta del templo, la novia con la cara desencajada, el padre, el bisabuelo Rafael, mirando su reloj de bolsillo con impaciencia, la Señá Encarnación con los brazos en jarras, bramando: “¿Dónde se ha metido este?, ¿cómo se atreve a hacerle esto a mi hija?”, el cura santiguándose y mascullando algún latinajo. La demora todavía no es mucha, aún es posible que todo acabe bien, que se enderece esta pesadilla; aunque, ya se sabe, es el novio el que tiene que llegar el primero y esperar a que su futura esposa haga acto de presencia con el retraso de rigor. Tampoco hay tanta distancia desde su vivienda en la calle Pozuelo hasta la plaza del Carmen. Mas pasa el tiempo y tu padre no aparece. La vuelta a casa la supongo dramática. La novia hecha un mar de lágrimas, tu abuela roja de ira y rabia y todos los demás boquiabiertos, con los ojos como platos, sin saber qué decir, qué palabras de consuelo murmurar.
Eso ocurrió un día ya bastante lejano de la segunda década del pasado siglo. Queda perfectamente recogido en el libro de matrimonios de la Parroquia del Carmen. Y la anotación, realizada seguramente con absoluta perplejidad por el sacerdote: “boda fallida”. Así me lo contó mi hermana Conchi que fue la que miró el acta. Más tarde, yo he intentado verificar ese dato pero las cosas de palacio van despacio y aún no lo he conseguido los permisos necesarios para comprobarlo. Lo que sí es cierto es que la situación se arregló poco más tarde cuando por fin se ofició la ceremonia. Entonces sí apareció Manolito y dio el “sí quiero”. Como testigo del enlace queda una foto llena de tipismo. Él, de pie, menudo, muy moreno y repeinado, con un cuidado bigote y su pajarita; ella, sentada, mujerona, con un vestido negro adornado con una especie de exorno floral a modo de collar, con la típica mantilla española, unos delicados guantes blancos que contrastan con los tonos oscuros dominantes y un abanico en su mano derecha. ¿Qué había pasado por la mente de mi abuelo? Cualquiera lo sabe, aunque esa misteriosa decisión de Manuel Luque Albalá a punto estuvo de dar al traste con toda la historia familiar.