
Diego Igeño.
El otro día un hallazgo casual me hizo volver la vista atrás. Se trataba de una ficha padronal de mi abuela María Josefa. Ahí constaban su lugar y fecha de nacimiento -Rute, 26 de agosto de 1881- y su domicilio, una casita del Camino Atajadillo. Murió el l 6 de diciembre de 1962, a los ochenta y un años, cinco meses antes de que yo naciera. Ello me impidió conocerla, como tampoco conocí a ninguno de mis dos abuelos. También aparecían los nombres de sus padres, mis bisabuelos: el primer Diego del que tengo noticias y Francisca, ambos caseros durante un tiempo en un cortijo llamado Pocapaja, ubicado en el término de ese bonito pueblo de la Subbética. El árbol genealógico se va completando.
La familia formada por ella y por Antonio Igeño Onieva, tus futuros suegros, miraba con pena el terruño. Rute se desangraba, no les ofrecía un futuro de oportunidades. Las tierras duras de la sierra parían sus frutos tras arduos esfuerzos. Y qué podían hacer. Antonio era un jornalero que no tenía otro bien que sus manos. Y la familia había crecido tanto. Ya estaban en el mundo tus cuñados María, Aurita, Encarna, Francisco, Antonio y tu futuro marido Diego, el más pequeño. ¿Qué sería de esa prole?
Como una plaga, el tiempo nos roba tantas cosas; de mi abuelo no sólo su recuerdo sino hasta su imagen. No ha quedado ni una sola fotografía que nos permita conocer su fisonomía. Y eso que no hace tanto que murió. Sucedió el día de los enamorados del año 54. Lo suyo era trabajar la tierra, era lo que siempre había hecho y lo que probablemente le gustara. Y si para ello había que cambiar el destino, lo haría. Por eso llegó el día en que hicieron las maletas y pusieron rumbo a Aguilar. Esa decisión de una familia extraña acabó marcando tu vida de forma definitiva porque puso en tu camino al que con el tiempo se convertiría en tu marido, en mi padre. Vinieron a trabajar en el campo, en el Sotillo, una hermosa finca aledaña al término de Puente Genil. Sólo quedó en el pueblo natal la mayor de las hijas, María, que entonces ya se había desposado. Ella permanecería allí el resto de su larga vida, allí formó su familia con mis primos Antonio, Frasquito y Manolo y mis primas María y Juli. Mi tía María, tu cuñada, fue durante mucho tiempo nuestro contacto con las raíces ruteñas. De vez en cuando íbamos a visitarla para conocer a nuestra familia, a sus numerosos hijos y nietos. Aunque los contactos se fueron espaciando hasta el momento que solo la muerte cursaba una invitación urgente para reunirnos. Así, fuimos al entierro de tu cuñada y de tus sobrinos. ¡Qué pena que las relaciones familiares se reduzcan a eso! Con esas muertes, ya todo ha quedado en suspenso. Pero la querencia al terruño de mi padre sigue latente en mí. Y siempre que puedo, me gusta recordarlo y aprovechar cualquier excusa para pasearme por sus calles y plazas, para transitar por los mismos rincones que el pequeño Diego Valor frecuentaba. Alguna vez me ha picado la curiosidad de sumergirme en los archivos de Rute para tratar de conocer algo más sobre mis ancestros. Pero me ha podido la pereza. Nunca he hallado el momento oportuno de hacerlo y, así, mis antepasados siguen cubiertos por un velo de polvo asentado por lo siglos. Y las dudas continúan establecidas en mí.
De la familia Igeño Baena nacieron tantas historias. Quizás una de las que más hablasteis fue la de tu cuñado Antonio, “el que se perdió en la guerra”; era un relato recurrente en muchas veladas. ¡Qué poco sabemos de él! ¡Y qué confuso todo! Parece ser que en esos días difíciles de julio de 1936 se hallaba en El Sotillo de permiso con sus padres pues estaba cumpliendo el servicio militar en Málaga. Se enteró de que debía incorporarse rápidamente a su unidad. Se desplazó a la estación de Campo Real y de ahí a Puente Genil. Y en la villa genilense desapareció su rastro. ¿Llegó en los complicados días de la toma y los subsiguientes asesinatos masivos? ¿Tuvo la oportunidad de coger el tren a la capital costasoleña o, lo que es lo mismo, a territorio republicano? Seguramente. Ahí queda la incógnita. Dicen que tu suegro fue a buscarlo tiempo después a un pueblo de Jaén (quizás Martos) pues había recibido noticias de que lo habían visto por allí. Fue un viaje infructuoso. María Josefa murió con la pena de no saber dónde estaba su hijo, de si vivía o había fallecido. Lo que sí tenemos es una fotografía suya en la que aparece precisamente vestido de militar. Fue tomada en un estudio y cuenta con los ingredientes típicos de las que se realizaban en esas fechas: escenario, pedestal, maceta, pose marcial. Seguro que se la hizo para enviársela con todo su cariño a sus padres o a una novia que por entonces tenía. Pero olvidó adecentarse lo necesario para que las manchas concéntricas de sudor no se filtraran a través de la guerrera. La he ampliado todo lo que he podido para tratar de descifrar algún signo que me indicara cuál era su regimiento, su unidad, sin éxito. Sólo se aprecia que pertenecía al arma de Infantería, por los emblemas de las solapas y de la gorra de plato, y que en esas mismas solapas aparece el número 17. Poca cosa para tirar del hilo, aunque podría referirse al Regimiento de Infantería Borbón nº 17, conocido como “la legión malagueña”. Lo que sí me llama la atención es su razonable parecido con el primo Paco, incluso en la estatura.
Retazos, sólo retazos de una saga familiar que poco a poco van evaporándose por la muerte de quienes los conocían y podían transmitírnoslos.