Es reconfortante comprobar cómo la visión de una vieja fotografía puede evocar las vivencias más recónditas de una persona y retrotraerla a tiempos, lugares, o cosas, que compendian los sedimentos de su vida. Es asombroso apreciar cómo nuestra historia personal se fundamenta en hechos o sucesos que, por efímeros, podrían haber pasado desapercibidos, y sin embargo fijan las veladas huellas que sellan la memoria.
Es increíble que una añeja y vieja “foto” pueda devolvernos, en sólo unos instantes, todo un universo de sensaciones y afectos, o trasladarnos emocionalmente a tiempos y espacios vivenciales ya consumados. Es sorprendente cómo logra renovar la pátina del tiempo un icono que se muestra rehén de un período vital en nuestra historia personal.
Todas estas conmociones sentí hace algunos meses cuando, de forma casual, se me vino a las manos la fotografía de una persona muy popular en nuestro pueblo que, por azar del destino, marcó una estela en los recuerdos de mi infancia y en la toma de conciencia de la primacía devocional que desde tiempo inmemorial ejerce en el barrio de la Cruz la Virgen de los Remedios.
La citada fotografía muestra al añorado, por las personas que lo conocieron, José “el Lucio”, uno de los personajes más entrañables del Aguilar de las décadas centrales del pasado siglo, imagen viva de la difícil subsistencia que llevaron en esos tiempos de calamidades y penurias los individuos que sumaban, a su ya desgraciada existencia, el padecer algún déficit físico o síquico.
Mis encuentros fortuitos con el “andarín de calles y noticiero de entierros y duelos”, tarea a la que consagró “el Lucio” toda su existencia, me producía la sana curiosidad de adivinar los entresijos de una vida que, con fantasiosa sagacidad, me imaginaba azarosa y desgraciada.
Contemplarlo inmortalizado en esta rancia fotografía aviva en mis oídos el característico sonido que advertía de su cercanía, generado por el constante y rítmico movimiento que causaba su mano izquierda removiendo las monedillas que – ganadas en su perenne tarea de avisador y recadero-, llenaban el bolsillo de la vieja bruza, zurcida y remendada, que le envolvía en todas las épocas del año.
Pero sin duda, la imagen más vetusta que ha perdurado en mi subconsciente emocional del recordado José, se remonta a la tarde de un Jueves Santo de la década de los años Setenta, y a un encuentro fortuito cuando éste subía por la calle los Pozos despojado de su incombustible bruza y guarnecido con la túnica, de habito blanco y capa azul, que identifica a los hermanos de la Virgen de los Remedios.
Su curvada ancianidad y distorsión física causaba el que uno de los picos de la airosa capa de color azul desteñido -que portaban los cofrades más antiguos como verdaderos testamentos de fidelidad devocional a la Virgen-, le arrastrase por el suelo. Aún así, nunca he visto un hábito nazareno vestido con más dignidad y gallardía. Porque, “el lucio”, con la candidez de su inocencia, llevaba a orgullo el ser devoto de la Virgen de los Remedios.
La imagen de este pobre hombre revestido con la túnica de la Virgen de su barrio se mantiene imperecedera en mi memoria, y en ella emplazo desde entonces mis rudimentos cofrades y devocionales a la Virgen de la Veracruz. .
Antonio Maestre Ballesteros