El verano invitaba a los lugareños a irse a la calle. Cuando caía el sol los vecinos se salían a las puertas buscando la brisa de la tarde, y, acomodados en sillas de madera o de plástico, dejaban pasar las horas más largas del año. Allí echaban sus ratos de tertulia, de chascarrillos entre vecinos, y se ponían al día de todo lo que sucedía en el pueblo y también del ir y venir de la gente que pasaba por la calle y entraban o salían de las casas.
Los corrillos en las calles eran una estampa habitual en todas las del pueblo en el periodo estival, y rara era la calle de Aguilar que se quedaba vacía, por las tardes y noches, de chácharas e historias.
La calle San Antón cobraba vida así cada verano cuando sus vecinas, pocas, pero bien avenidas, se convocaban en torno a la puerta de Carmen (la barbacepa), que ejercía de generosa anfitriona de las demás. En estos corrillos no se tenía en cuenta la edad porque eran como una gran familia, de la que formaban parte las generaciones más jóvenes y las más mayores.
Tiempos que se fueron, pero permanecen imborrables en la memoria de quienes tuvimos la suerte de vivirlos.