Carmen Zurera

En las noches de abril acude al patio de mi casa el canto aflautado del autillo en periodos regulares de tiempo.

Una especie de silbido al que atribuyo un código comunicativo que no soy capaz de descifrar. Lo único que sé es que ha vuelto como cada verano de su peregrinaje circular huyendo del frío.

Busco silencio interior y me siento en el patio buscando la paz, o más bien, la ausencia de ruido.

Procuro rebajar el sonido de mi mente para permitir que entre el de las cosas que me rodean:

La brisa que mueve el toldo proporcionando a la tela su propia expresión. La brisa y la tela hablan juntas.

Retazos de conversaciones de los vecinos con sus hijos escalan los muros de mi casa. A veces se oyen estruendosos llantos infantiles de rabietas y las réplicas extenuantes de los padres intentando poner límites a sus caprichos.

El piar de pájaros distintos en un vuelo ritual despidiéndose del sol.

El gato se mueve sigilosamente entre las plantas y me mira curioso, con esos ojos verdes expresivos a los que a veces doto de intención comunicativa.

Respiro profundamente sintiendo que el aire ocupar mis pulmones, pensando que es la vida la que me posee. Lo detengo durante varios segundos en la cavidad torácica y agradezco ser consciente de su presencia. Voy exhalando con lentitud sabiéndome dueña de ese proceso.

Este día triste y penoso tiene mucho de reflexión, de emociones desbocadas, de gente que ha copado demasiadas horas sosteniendo la tensión.

Sentimientos contenidos, nervios a flor de piel que se parapetan en la apariencia de convencionalismos sociales bien engrasados.

Cuando por fin vuelvo a la soledad de la rutina, sola, mi cuerpo se desploma como si el esfuerzo emocional tuviera su equiparación con un trabajo físico desmedido.

Me desplomo como un peso muerto sobre la superficie de cualquier soporte que sirva para albergar.

Suelo mirar al frente buscando un horizonte imaginario en el que descansar la mirada. Un horizonte, a ser posible, azul y en movimiento que se parezca al mar en este lugar de secano.

Pero la mirada se queda prendida en un punto impreciso del espacio y me quedo colgada por tiempo indefinido en una nada que pesa. Hasta que el canto aflautado del autillo advierte de su presencia y me devuelve a la realidad con su código musical que desconozco, pero que agradezco.

Todo pasa

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