
Durante buena parte de los siglos XIX y XX, la vida rural en Andalucía estuvo marcada por una profunda desigualdad social y económica. En el corazón de esa realidad se encontraba la figura del jornalero, el trabajador agrícola sin tierra que dependía del salario diario —el “jornal”— para sobrevivir. Su vida giraba en torno al cortijo, la gran propiedad agrícola donde desarrollaba su labor y donde, muchas veces, también vivía en condiciones de extrema dureza.
Andalucía fue, históricamente, una tierra de latifundios, es decir, grandes extensiones de terreno concentradas en manos de unos pocos propietarios. Estas familias —a menudo nobles o grandes terratenientes— poseían miles de hectáreas dedicadas al cultivo de cereales, olivos o viñedos, mientras la mayoría de la población campesina carecía de tierra propia.
Los jornaleros acudían cada día a los cortijos esperando ser contratados por un capataz. El trabajo era temporal, mal pagado y físicamente extenuante, especialmente durante las campañas de siembra y cosecha. En los meses en que no había trabajo, la miseria se hacía insoportable.
El cortijo no era solo el centro de producción agrícola, sino también un microcosmos social donde coexistían diferentes clases: el señorito, el administrador, el capataz y los jornaleros.
Los jornaleros solían vivir en chozas o casas humildes cerca del cortijo, muchas veces sin agua corriente ni electricidad. Las jornadas eran largas, desde el amanecer hasta la puesta de sol, y las condiciones de higiene y alimentación eran precarias. Las mujeres y los niños también participaban en las labores del campo, cobrando aún menos que los hombres.
A pesar de las duras condiciones, el mundo jornalero fue también un foco de resistencia y solidaridad. Desde finales del siglo XIX surgieron movimientos campesinos, huelgas y reivindicaciones por la tierra. Durante la Segunda República (1931–1936), los jornaleros andaluces protagonizaron ocupaciones de fincas y exigieron una reforma agraria que nunca llegó a consolidarse.
Tras la Guerra Civil, el régimen franquista reprimió con dureza cualquier intento de organización obrera. No obstante, la memoria de la lucha jornalera sobrevivió en la cultura popular, en los cantes flamencos, los romances y la poesía, como en los versos de Miguel Hernández o los testimonios de autores andaluces que denunciaron la injusticia del campo.
Con la mecanización agrícola y la emigración masiva de los años 50 y 60, la figura del jornalero tradicional comenzó a desaparecer. Muchos andaluces dejaron los cortijos y se trasladaron a las ciudades o emigraron a Cataluña, el País Vasco o Europa en busca de mejores condiciones de vida.
Hoy, aunque las estructuras del campo han cambiado, persisten desigualdades y formas de trabajo precario, sobre todo entre los temporeros que llegan desde otras regiones o países para trabajar en la recolección.
Esta fotografía nos remite a aquellos tiempos y a la vida de los jornaleros en los cortijos del Término de Aguilar durante las “varas” de las aceitunas. Concretamente se tomó en los años setenta en el cortijo de Boza Hierro,
Se ponían flores a la pobreza
y se cantaba en los tajos,
blanqueando con cal la tristeza,
resaltaban los geranios.
Flores a la vida
y pájaros cantando,
las alpargatas cosidas
para que duren más años.
No quiero olvidar de dónde vine,
lo que forjó mi espíritu y ser,
pues hay un dicho que define:
que lo más malo es un “pobre jarto comer”.
Y aunque el tiempo cambió el camino,
se vivía con dignidad,
llevo en la sangre mi destino:
trabajo, orgullo y humildad.
P.L.G.
Fotografía cedida por Ángeles Calero



