Decía el estadista malagueño Antonio Cánovas del Castillo que “es español quien no puede ser otra cosa”. No sé cuál sería su intención a la hora de realizar una afirmación tan rotunda. Durante un tiempo pensé que sólo se trataba de una “boutade” de las muchas que dicen los grandes hombres. Sin embargo, a raíz de la observación tanto de la realidad nacional como de la local, la dichosa sentencia no sale de mi cabeza. Confieso que mi “españolidad” no pasa por sus mejores momentos y, lo que es peor, me temo que como la selección no gane el mundial, tampoco la de la mayoría de nuestros paisanos.
¿Y por qué esto? Realmente me siento avergonzado por el comportamiento de tantos y tantos sectores de nuestra sociedad. Desde las capas más altas (políticos, banqueros, potentados de toda clase) hasta las más bajas, el país hace aguas por todas sus vías. La famosa cultura del pelotazo, instalada en tiempos del social-felipismo, ha calado tan honda que nos hemos creído que todo estaba permitido: desde la utilización inapropiada de fondos reservados a las financiaciones irregulares de los partidos políticos, desde la defraudación a Hacienda a la percepción fraudulenta de subsidios como el del paro, desde las comisiones abusivas por parte de los bancos a los precios inflados artificialmente por la especulación urbanística, desde los sueldos astronómicos de megaestrellas futbolísticas y televisivas a la multiplicación hasta el infinito de los altos cargos en la administración. Todos hemos aportado un granito de arena.
Entre tanto, los diferentes gobiernos no han querido enterarse de nada: “España va bien” se convirtió en la frase más celebre dictada por uno de nuestros presidentes hasta que Zapatero profirió alguna de sus perlas: “desaceleración económica”, “España es el país mejor preparado para afrontar la crisis” o “lo peor ya ha pasado” (justo antes del tirón de orejas europeo).
Y es que ZP se nos ha mostrado como un auténtico lince en encarar la crisis. Seguramente, ahora, se lamentará de haber despilfarrado los fondos públicos, de no hacer nada porque España deje de ser una nación subsidiada. Pero, aunque el país se nos caiga, ¿qué más le da? Con renunciar a algunos pequeños privilegios de la casta política y hacer recaer el peso de las soluciones en funcionarios y pensionistas se puede afrontar el futuro. En fin, más de lo mismo: débil con el fuerte y fuerte con el débil.
El problema, entiendo yo, es que la toma de medidas le ha sido forzada por Europa, desde donde se nos ha dado un severo toque de atención para que actuemos. Por eso, espero que los europeos iluminen a Zapatero para que acabe con las prebendas y los trapicheos, para que hinque las fauces en los sectores más poderosos del país, en los defraudadores, en los ladrones de guante blanco y no tan blanco. Mas, si eso se hace, las soluciones también se las habrán impuesto desde fuera. ¿Vale, por tanto, la pena seguir siendo españoles si, como en su día dijo Sebastiano Foscarini aunque seamos capaces de salvar el Estado no lo salvaremos porque nos falta voluntad de hacerlo?
Diego Igeño Luque