Próximos a esta fecha tan significativa en la historia de España, no puedo dejar pasar la ocasión para hacer algunas reflexiones al respecto.

 Como es de todos sabido, el 18 de julio de 1936 una parte del ejército español, apoyada por elementos antirrepublicanos de diversas tendencias –monárquicos alfonsinos, carlistas, fascistas, falangistas- y por una iglesia reaccionaria y pacata se levantó en armas contra el legítimo gobierno de la República, presidido a la sazón por el gallego Casares Quiroga. Ello llevó al país a una cruenta guerra cuyo resultado final propició la implantación de un régimen dictatorial, dirigido por el general Franco, que se perpetuó hasta el 20 de noviembre de 1975.

 Setenta y cuatro años después de aquel histórico día, el 18 de julio no le dice nada a la inmensa mayoría de la ciudadanía española. El ínfimo nivel de nuestro sistema educativo ha permitido que muchos de nuestros jóvenes no sólo desconozcan qué ocurrió entonces, sino que ni siquiera sepan quién fue Franco. Pero, en fin, ese es otro tema sobre el que no puedo extenderme puesto que me desviaría en exceso de lo que ahora quiero tratar.

 Sí hay, sin embargo, otro grupo poblacional al que el 18 de julio no le pasa desapercibido. Unos porque aún se sienten herederos del espíritu que propició el golpe. Otros porque son los testaferros de los derrotados, los que han sufrido en sus carnes la muerte de sus familiares, el exilio, la mordaza, la vejación y el empobrecimiento.

 Mientras la Transición nos obligó a pasar de puntillas sobre ello, no hubo debate. Pero, por suerte, dentro de la sociedad civil, ha surgido el movimiento memorialista que ha obligado a nuestros representantes políticos a abrir el debate, la reflexión sobre las consecuencias de lo sucedido en aquellos terribles años. Gracias a ello, se ha aprobado la Ley de la Memoria Histórica o se han iniciado en algunos lugares –con miles de trabas, eso sí- las exhumaciones de quienes fueron sepultados como perros tras ser asesinados por los sublevados.

 Mal que bien, los distintos grupos políticos españoles se han ido posicionando. El PSOE con desgana, a medio gas, empujado por las circunstancias e Izquierda Unida sin fuerza, sin aliento y con actitudes tan extrañas como la mantenida en Córdoba con las exhumaciones. No obstante, lo que más me sorprende es la postura adoptada por el principal partido de la oposición: el Partido Popular. No me explico el empeño que tienen sus dirigentes –e incluso muchos de sus militantes de a pie- en convertirse en herederos y defensores del franquismo. No dudo en absoluto del talante democrático del PP, expresado en su quehacer diario desde hace muchos años, por lo que me sorprende muchísimo su abierta oposición a “reabrir las heridas” del pasado.

 Mis escasos conocimientos históricos me permiten comparar la postura del PP con la actitud tomada por algunos partidos de derechas, socios suyos en el Partido Popular Europeo, sobre casos similares.  Así,  ni la CDU ni la CSU en Alemania han defendido jamás a Hitler y su partido Nacional-Socialista, ni la derecha francesa ha legitimado jamás el régimen de Vichy y el mariscal Pétain ni la democracia cristiana italiana ha apostado por no condenar el fascismo de Mussolini. ¿Cómo, pues, puede permitirse el PP, esos guiños a lo más rancio de la extrema derecha española? ¿Cómo puede permitirse dar cancha a los iluminados del movimiento revisionista -Pío Moa, César Vidal y otros- y permitir tergiversaciones de la historia como la de retrotraer los origenes de la guerra civil a los movimientos insurreccionales de octubre del 34? ¿Cómo puede permitirse hacer oídos sordos ante una nueva «cruzada» como la emprendida contra Garzón?

 El PP debe darse cuenta de que los ideales que defiende no pueden ser los que inspiraron un levantamiento que acabó con un régimen democrático, que sus víctimas no son las que cayeron defendiendo con una camisa azul la creación de un régimen fascista, o los que con una boina roja murieron anhelando un régimen ultramontano, que son los herederos de sinceros republicanos -o monárquicos incluso- que quisieron un estado democrático, estructurado en torno a la pluralidad de una nutrida red de partidos políticos, regido por una constitución, amparado por un Tribunal de Garantías Constitucionales y con una obvia separación de poderes. En definitiva, un régimen que se parecía mucho más al que ahora vivimos, y que defiende el Partido Popular, que al que oprimió a España durante cuarenta años.

 Superado ese complejo de sentirse herederos del franquismo y apoyando movimientos verdaderamente democráticos, el Partido Popular reforzará su posición en la sociedad y habrá apostado, sin ambages, por enterrar un pasado del que no debe sentirse orgulloso. Apostando por la recuperación de la memoria histórica y por la exhumación de quienes dieron su vida apoyando la democracia, el Partido Popular se desprenderá de uno de los posos ideológicos que más lastran su credibilidad.

 Diego Igeño Luque


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