Sí, lo confieso, soy un provocador. Nunca lo había sospechado, pero hace un par de semanas un insigne señor me lo espetó, de golpe, sin anestesia, a la cara. Es el caso que llevaba conociéndolo, es un decir, un montón de años pero nunca me había dirigido ni una palabra. El otro día lo hizo. Se acercó a mí y me afeó el hecho de que en el ojal de la chaqueta llevase una bandera republicana. Me dijo que si no sabía que era anticonstitucional, me hizo un interrogatorio para que le ubicase la fe de bautismo de la enseña roja y gualda y me hizo repetir, regodeándose para sus adentros, el nombre de España –me dio la impresión de que, ofuscado, creía que este concepto es patrimonio exclusivo de cierto sector ideológico del país y que los que nos sentimos republicanos no podemos ni mencionarlo, como si nos diera urticaria o algo por el estilo-. Tras el consabido lugar común de relacionar República con Anarquía, finalmente me tildó de provocador. Así, por las buenas, por el mero hecho, insisto, de portar una bandera republicana en la solapa. En todo el rato de conversación, pasé de la curiosidad a la preocupación, y de ahí a la indignación. Un espectador casual me dijo que no tenía que haberle entrado al trapo, que a esas cosas lo mejor es no prestarles atención, pero, en fin, la disputa ya había tenido lugar.
Como prometí que el cuento tendría una moraleja, aquí la llevan ustedes: guárdense mucho de expresar sus simpatías republicanas y oculten su bandera en el más recóndito rincón de su casa, o mejor aún, sepúltenla en la cuneta de cualquier camino, porque la intolerancia sigue campando por sus respectos en este país llamado ESPAÑA. Qué más da que una sentencia de la sección novena de la Sala de lo Contencioso Administrativo del Tribunal Superior de Justicia de Madrid considerara legal su exhibición, amparándose en dos principios desconocidos por ese señor: la libertad ideológica y la libertad de expresión.
Diego Igeño Luque