Pepe Viyuela.

El domingo 23 de julio, PP y Vox han pasado a escribirse con minúscula y el señor Feijóo ha dejado de ser la gran esperanza blanca de la derecha y la ultraderecha, para convertirse en el increíble hombre menguante.

El exceso de triunfalismo, las amenazas derogatorias, la pérdida del centro para echarse en brazos del hijo renegado y una campaña repleta de mentiras, ha hecho salir encogidos a ambos partidos de la lavadora electoral y les ha enviado al rincón de pensar.

No debe resultar fácil pensar después de haberse quedado de patitas en la calle y con un portazo en las narices, en lugar de verse sentados en la poltrona del palacio de la Moncloa.

Eso es con lo que soñaban un Feijóo venido a más, que durante la campaña rehusó debates, le creció una nariz del tamaño de un intxaurrondo por decir mentiras y le persiguió su amistad con narcos o, como él dice, simples contrabandistas; y un Abascal que prometió cientocincuentaycincos, que niega la violencia machista y al que le encanta hacerse pasar por el cid campeador (también en este caso con minúscula).

Ahí están, sin duda, en ese rincón de los boxeadores magullados cuando, entre asalto y asalto, se sientan en la banqueta, aturdidos, al borde del desmayo, con pena y rabia de sí mismos, después de haber encajado un gancho de izquierda que los ha dejado para el arrastre.

Se encuentran ambos buscando soluciones para evitar seguir encajando más golpes que les hagan perder del todo el equilibrio. «¿Cómo no lo vimos venir?» «¡Qué guantazo nos han dado esos inoportunos votantes progresistas que no vimos acudir a la urna!».

Están analizando con cara de póquer lo que ha pasado, con lo desagradable que debe ser analizar cuando el verbo que esperaban conjugar era el de derogar.

Qué difícil debe ser pensar en ese instante en el que te sangra el mentón y te falta el aliento, qué difícil decidir qué hacer nada más levantarte de la lona, cuando pensabas que ganarías por KO y te acaban de sentar de culo y sientes que ya no te salva ni la campana, ni siquiera las de la catedral de Santiago, a las que ha acudido el apóstol Feijóo completamente sonado.

Tan aturdido está el púgil que la noche electoral solo acertaba a afirmar que su pepeito había ganado las elecciones y que no iba a renunciar al derecho a intentar formar gobierno. Pues adelante, a arremangarse y a intentarlo.

Su problema es que solo le queda un amiguito dispuesto a hablar con él y que resulta ser el matón que entona el Cara al sol cada mañana en el patio. Todos le han dado la espalda, nadie quiere darle bola y ahora mira con envidia a quienes están formando equipo para jugar el próximo partido.

Te asomas al balcón de Génova para balbucear con la boca seca excusas de victoria pírrica y te encuentras con tus propias huestes vociferando sin pudor el nombre de tu peor enemiga, la misma que sabes que está deseando darte el abrazo del oso en cuanto le venga bien a ella. No hay derecho a que la justicia poética sea tan cruel. Vimos relucir los colmillos de la dama y también observamos cómo se encogía de hombros mirando a su jefe en minúscula con aires de superioridad, al tiempo que parecía estar diciéndole «si no te tiro por el balcón ahora mismo es porque no quiero».

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